Monday, July 03, 2006
estela dorada
Cuando entró al vagón del metro supe que la volvería a ver al bajar, y allí estaba... con una larga trenza azabache que le llegaba casi hasta los tobillos, una trenza que se agitaba con ritmo propio: reflejo de una soga que hubiese querido enterrarse en la tierra como un cordón umbilical del mundo... igual al que se hizo lazo en su vientre antes de que naciera aquel hijo que le colgaba de los brazos y sostenía desde su pecho con leche. Un recién nacido abrigado y limpio, con una madre calzada en chanclas que pedía monedas con inmensa sonrisa pulcra sujetada a la suerte o a la esperanza que le tambaleaban desde una cruz de madera abrazada a su cuello. Lástima que aquel entorno estaba en estado de pena... a punto de llorar ante la escena de pies fríos que acarreaban a un bebé desprotegido... con la culpa abasteciendo al aire que se respiraba, con la tensión en la garganta y las manos desalojando las monedas estancadas en los bolsillos. Al pasar... una estela dorada la perseguía, pero todos prefirieron ver a la miseria avanzar (y desaparecer lo más rápido posible) y dejaron partir a un ángel para continuar la urgente reflexión numerada sobre deudas y créditos atrapados en una trenza de nudos débiles que se atan a los pies y que no los deja avanzar hacia algún rincón mas allá de un corredor de tiendas muy modernas, de autos muy descapotables, y de vacaciones dentro de tangas muy playeras. Se va el Alma y se lleva las monedas de metal que ruedan sobre las costumbres diseñadas por las otras almas que deambulan sin trenzas, ni chanclas, ni sonrisas blancas... en otro recorrido con pocas apreciaciones genuinas, libertades limitadas, bondades abstractas y la mirada atravesada por los ángulos del tiempo... sin esquinas a donde descansar, y menos a donde se pueda llorar por todo este vicio abismal que nos da de mamar leche efervescente, con anestesia o restos de aspirinas inmortales, para mantenernos en equilibrio alterado y con la conciencia dormida en un plato de mariscos, en un cuerpo de rellenos artificiales, o en la infinita ansiedad de querer (o desear) lo que no se tiene ni se tendrá... Al pasar la estela dorada de belleza real, me recordó algo de la vida que aprendí de niña, así que asomé la cara por una ventana con sol (dentro del metro solitario) para sentir que la trenza me acariciaba el rostro y abrigaba con una luz de madre esencial que advertí: la necesitaba.
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